sábado, 13 de abril de 2013

El arquero



Los acontecimientos desagradables pasan lentamente, el tiempo de agonía es el más largo, las horas de clase son interminables y las malas películas duran horas. Por otro lado, los momentos más agradables son los más cortos. La fama dura 15 minutos, la felicidad es instantánea y las vacaciones siempre son fugaces.

El sudor que me había mojado la espalda durante más de 40 minutos desapareció. Un respiro de alivio fue la señal que tanto esperaba aquella tarde de primavera en la que un sol tímido decoraba el cielo. Estaba tirado en el suelo bocabajo y con la oreja pegada al cemento como esperando oír de la misma tierra que todo lo acontecido era real, que a las dos de la tarde de un miércoles sin importancia, un adolescente poco popular  y de pocas palabras, era protagonista de una historia que se recordaría menos de 24 horas.

En el colegio las olimpiadas se celebraban con mucho entusiasmo, mucho deporte y parafernalia digna de un High School. Los profesores eran los encargados de organizar tan esperado evento, además de  entrenar, convocar y alentar a los equipos de su color en las distintas disciplinas. Lo hacían con bastante pasión, aunque algunas veces se notaba en sus rostros la impotencia de no poder carajear a unos cuantos que se inscribían a la competencia solo para cumplir con la norma, perder y luego, durante una semana (lo que duraba las olimpiadas), tirarse al abandono y al exquisito placer de no hacer nada. Echados en algún jardín del colegio disfrutaban el no participar, tomaban sol y esperaban tranquilamente que las olimpiadas llegaran a su fin. Muchos de ellos lo hacían porque no habían nacido para ser deportistas, no les interesaba competir y odiaban el modelito gringo de las barras y lo héroes deportivos. Otros, en un momento de valentía, intentaron ser protagonistas y acabaron haciendo el ridículo, razón por la cual nunca más volvieron a intentar ganar, solo participar y perder lo más rápido posible.

El colegio practicaba una política que le ofrecía al alumno bastante libertad, libertad controlada. Sin embargo, en épocas de olimpiadas era obligatorio que te inscribieras en, mínimo, dos deportes.

Para mí era simple, me inscribía en ajedrez y en cada partido repetía la jugada del pastor hasta que no funcionara más. Después de perder solo me quedaba disfrutar de los días libres. Me tiraba en el suelo del pabellón de 4to, usaba mi mochila como almohada y escuchaba el nuevo disco de Blur y de la Liga del Sueño. Qué feliz era, pero, como lo dije antes, esos momentos son fugaces.
La primavera no solo trae alegrías y nuevos aires, también trae justicia poética y mala suerte, al equipo de fulbito de la categoría 84 les faltaba un arquero y como sabrán, en la época de colegio, a quien no sabe jugar, lo ponen a tapar.

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En el barrio en el que vivía jugábamos todos los sábados en la mañana la respectiva pichanguita y yo, para evitar el  exceso de ejercicio, me ofrecía voluntariamente como arquero, guardavallas, goalkepeer o como prefieran llamarlo.

Ser arquero es una labor bastante difícil. Quitarle a una hinchada el hermoso grito de gol, acabar con los sueños de un delantero aguerrido y hacer perder a uno que otro apostador no te lleva a ganar el balón de oro. El ser arquero es ser uno y solo. El número de la camiseta lo confirma.

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Ya había sido vencido en el ajedrez, no llegue ni a cuartos, pero en mi extraño mundo ya había ganado el pase a la libertad, al limbo del relajo y la posibilidad de levitar en un espacio en donde la educación pesa más que las piedras. Sentado a punto de ponerme los audífonos escucho por los parlantes mi nombre y piden me reporte a la cancha de fulbito en donde me esperaba ansioso el equipo amarillo. Era imposible escapar, era la final y el arquero titular se había inscrito en la maratón y estaba corriendo. Solo quedaba el suplente, yo.

Decidido y condenado fui a la cancha. Las piernas me pesaban, la cabeza también. Sentía bastante presión en la nuca. Miraba hacía el suelo y a paso lento esperaba que no me esperaran, que ante mi tardanza obligaran a algún incauto a recibir los pelotazos, pero lo hicieron, esperaron y sin ninguna previa indicación al arco me mandaron.

El árbitro dio el pitazo inicial y yo nervioso esperaba la humillación, mientras veía al arquero del equipo contrario, el color verde, como se ajustaba los guantes. Es obvio que, siendo yo un arquero improvisado, ni guantes tenía.

Pasaron unos minutos y sorpresivamente empezó a acercarse al área chica un audaz delantero, un flacucho ágil y quimboso, de esos que tienen más pelo que cuerpo. Con un par de pasos de baile burló a la defensa y se dirigió velozmente hacía mí. Salí a encararlo como lo había visto en algunos partidos por televisión, pero bastaron solo unos cuantos segundos para que aquel delgado muchacho aumentara  la velocidad y con una amague que me comí enterito tiré a mi derecha toda mi fuerza, mi orgullo y el sueño de decenas de adolescentes vestidos de amarillo que rodeaban la cancha. Unos segundos después levanté el rostro y vi como un grupo de camisetas verdes saltaban y gritaban de alegría. Yo en el piso asumía la derrota.

No hay nada más triste que ver tirado a un arquero después de que le hacen un gol. Las extremidades te pesan, no quieres levantarte, el mundo está encima de ti bailando algún tipo de break dance y de reojo ves como otro va hacía la red a recoger el balón.

La pelota nuevamente en medio de la cancha. No recibí ni una palabra alentadora, ni una crítica mordaz, ni la penosa palmadita en la nuca. Entendí que tanto la defensa como yo éramos culpables, ellos por no poder evitar el ataque y yo por no atajar el balón. Un par de minutos después el primer tiempo terminaba.

Inmediatamente cambiamos de cancha y se dio inicio al segundo tiempo. El equipo amarillo, mi equipo, empezaba a pasear el balón de izquierda a derecha buscando el espacio libre para atacar o enviar un pase a los delanteros para que anotaran el empate. Alrededor, las dos hinchadas alentaban a sus equipos y las chicas, cual porristas gringas, a sus preferidos.

Los profesores encargados dirigían a los muchachos con una estrategia basada en el grito y las órdenes simples: pásala, patea, corre, uff!, alentaban, es verdad, pero no resolvía el asunto.

El balón en nuestro poder paseaba de un lugar a otro, (más que dominio de la situación, era una enorme duda), yo pensaba en la chica que me gustaba. Una hermosa señorita de ojos celestes que quizás estaba entre el público observando el partido y observándome a mí, un arquero improvisado que condenaba a su equipo a una segura derrota. Mapeé los alrededores hasta que la encontré. Estaba parada a un lado de la cancha  junto a un gran amigo y único fan. De repente veo que mi amigo me señala, su dedo se convirtió en una flecha que iba directa a mi rostro, ella dirigió su mirada hacía mí  y con la mano me regaló un hola. Estaba vestida de amarillo con un polo pegado que dejaba ver la forma perfecta de sus senos  y una sonrisa inocente que meses después no lo sería más.

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Un pase milagroso pasó por encima de la defensa, directo al delantero que corría desde media cancha por el lado izquierdo a una velocidad increíble, como si escapara de la muerte o algo mucho peor, como si escapara de un examen final. Se acomodó el balón que parecía llegado del cielo con el hombro, lo bajó a sus pies y con la derecha soltó un centro al corazón del área en donde un muchacho de amarillo esperaba con la cabeza conectar el empate. Lo hizo.

Grité el gol tanto como ellos, aplaudí y me fui corriendo a abrazarlos. Habíamos empatado,  lo mejor de todo era que aún no estábamos derrotados. Teníamos una oportunidad más. Sin embargo, luego de tanta alegría, me pregunté mientras regresaba al arco caminando: ¿seré capaz de mantener el empate?

El balón nuevamente en medio de la cancha y el equipo contrario intranquilo. El sol enfurecido, alumbrando furiosamente un día más, iluminaba ese campo de batalla y por mi cuerpo recorría ese vientecillo fresco de las tardes primaverales limeñas.

Esto se había convertido en una verdadera final y yo era protagonista de ese acontecimiento. Tengo que confesar que después del gol con el que empatamos me sentí más confiado, más seguro y me propuse no dejar pasar otro balón.

El pito sonó y el juego continuó. No solo se jugaba un partido dentro de la cancha, sino también fuera de ella. Las barras se intensificaban, parecía un concurso de quien gritaba más. Recuerdo los inconscientes y risibles cantos como: “ojo, pestaña y ceja, amarrillo no se deja”, “araña, araña, araña, el verde no se baña” que eran, sin lugar a dudas, un grito de guerra.

Los profesores no se quedaban atrás y continuaban con las indicaciones, los gritos y los ojos saltones y así la chancha se llenaba no solo de incertidumbre, pues el partido estaba parejo, sino de presión, mucha presión que un adolescente de 15 años, poco social y tímido podía soportar.

Parecía que el partido no iba a acabar, los minutos  pasaban lentamente y las manos me sudaban, estoy seguro de que el otro arquero las tenía igual, pero sus inmensos guantes resolvían el problema. En cambio yo, cada 3 minutos, me secaba las manos contra el pantalón de buzo que llevaba puesto y con las piernas semi flexionadas ponía actitud de concentración, preparado para cualquier cosa, hasta que esa cosa llegó.

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No recuerdo exactamente como entre tantas opciones decidí inscribirme en futbol, quizás fue porque relacionaba el deporte con actitud, fama y dinero o tal vez pensé que haciéndolo iba a impresionar a las chicas.

El básquet y el balonmano estaban descartados. El primero porque ya lo había practicado y en tres ocasiones me había doblado el dedo tratando de recibir los pases. En el balonmano se corría el mismo riesgo, pero nunca pasó. Lo que sí pasó, fue que, para variar, me colocaron de arquero por orden del profesor. El muy entrenado y preparado pedagogo pidió a los alumnos que hicieran una fila y por orden rematarán al arco.

Para los que no conocen mucho el deporte, en el balón mano tienes la oportunidad de dar tres saltos largos y rematar, así que, a pesar que todos estaban colocados en la media cancha, con esos tres saltos llegaban a estar a unos centímetros del área chica y de ahí recién disparaban aquel balón (puto Oliver, ese balón nunca fue mi amigo).

La pelota de balonmano pesa 450 gr. El poco coordinado profesor, ( no descarto que hubiera un poco de malicia), explicó que con cada pito salía un tiro. Parece que el muy proactivo estaba encantado con aquel instrumento de viento, así que lo tocaba sin dejar si quiera que yo, como arquero, reaccionara después de cada remate. Esos no eran tiros al arco, era un paredón justificado. Luego de uno de esos tiros y en ese microsegundo que el profesor me daba para reaccionar, uno de los chicos disparó con toda la fuerza que un adolescente puede hacerlo y el balón fue directamente a mi rostro. Esta vez el pitido lo sentí en mi cabeza y después de unos segundos la sangre bajar por mi nariz.

Respecto a otros deportes… bueno, atletismo, ni hablar, es mucho correr. Jabalina, necesitaba más fuerza en los brazos que la que me proporcionaban los juegos de video y las continuas pajas. Voley, para mujeres. Bala, para los fuertes. Gimnasia, para todos menos yo. Fue así que elegí el futbol. Estaba seguro de que en el colegio sobraba talento para ese deporte y arqueros también. Me equivoqué.

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Un muchacho del equipo verde con el balón pegado a sus pies burlaba a los delanteros y mediocampistas del amarillo, era un espectáculo verlo. Llevaba puestas las Adidas Questra, medias hasta las rodillas y hambre de triunfo en los ojos.

Se acercaba rápidamente hacia mi portería. Me armé de valor y empecé a dar indicaciones a la defensa, que no eran muy distintas a las que daba el entrenador del equipo. Grité para que lo cerraran, esperanzado en que mis compañeros de la defensa tuvieran grabado en la cabeza la frase del central argentino Miguel Ángel Cornejo: "Puede pasar el hombre o el balón, pero nunca los dos juntos", pero reaccionaron tarde y permitieron que pateara. Le puso toda la fuerza que pudo a ese tiro y yo reaccioné a tiempo. Vi como el balón se iba acomodando al lado izquierdo. Con pasos muy seguros y largos aposté todo para ese lado, salté estirando el brazo, la mano y los dedos esperando que éstos se alarguen y detengan el trayecto de la pelota. En ese instante, mientras me las daba de superman, todo entro en pausa. El aire dejo de correr, un silencio invadió, no solo la cancha, sino el mundo entero, éramos yo y ese puto balón que no debía ingresar al arco.

Ante todo pronóstico la pelota rebotó en mi mano y cual costal de papas caí sobre el piso sin oportunidad de rebotar. Trágicamente, el rebote lo iba a provechar un lateral del equipo verde quien remató directo al arco. Vi como el balón buscaba la red, al mismo tiempo, veía mi derrota, el acabose, el final de lo que pudo ser una gran historia.

Dicen que los milagros existen, yo no lo sé con seguridad, pero al parecer, esa tarde era mi tarde. Entre el balón y el arco apareció la pierna milagrosa de Mauricio, un defensa de cabellera rubia y blanco como la leche. Desvió el balón fuera de la cancha y en su pierna una marca rojo intenso anunciaba el final del partido, segundos después el árbitro tocó el pito, el segundo tiempo había terminado.

La hora de escuela estaba acabando y no alcanzaba el tiempo para suplementarios. Habían abierto las puertas para la salida del alumnado, pero nadie se movía, ni siquiera los del rojo y el azul quienes también estaban enganchados con el cotejo.
El verde estaba dispuesto a coronarse una vez más campeón de las olimpiadas y el amarillo soñaba con su primer campeonato. Nos fuimos a penales.

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Uno de los temores recurrentes de un arquero improvisado es el fatídico pelotazo. Una pelota pesada que va a toda velocidad intenta ingresar al arco, uno que solo tiene piel como armadura, debe evitar a como dé lugar que ese balón ingrese, no importa con qué, solo importa que lo haga. El arquero debe contar con buenos reflejos, ser una persona siempre en alerta y cumplir con el objetivo principal, evitar el gol. También estas aptitudes evitan el conocido pelotazo en la cara, el odiado pelotazo en la boca del estómago y el peor de todos, el pelotazo en los huevos. El dolor que te produce este último es insoportable, sientes una explosión que te recorre desde los testículos hasta la vejiga. Te encorvas, flexionas las rodillas, te agachas y  con una mano te apoyas en el suelo a esperar que la agonía pase y a rogar no morir sin descendencia. Después de unos minutos que parecen eternos, el dolor disminuye, sientes alivio, vuelves a respirar, te levantas, das unos pasos y te das cuenta de que el dolor no desapareció del todo, sin embargo, cual guerrero inca, sigues en el juego y no abandonas al equipo, imagino que de esa dolorosa experiencia nace la frase, “hay que ponerle huevos.”

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Nadie del equipo se acercó a darme aliento. Nadie tuvo un detalle, ni un ¿qué necesitas?, pero Alfredo y esa hermosa niña si lo hicieron, fueron a darme ánimos que parecieron más un pésame, pero bueno, todo valía la pena, tenía a mi amigo y a la chica que me gustaba a mi lado.
El primero en patear sería el color verde.

Conocía a los que patearían los penales, uno de ellos no solo era mi adversario en esta final, también lo era en mi vida amorosa. Aquel delgado muchacho de cabellos bien cuidados, estaba rondando a la misma chica que yo, pero en ese partido él me estaba ganando, y no por penales, sino por goleada.

Se paró frente a la pelota, “el negro”.  Estaba dispuesto a atravesarme con el balón ya les había aguado la fiesta y estaban hartos. Yo, muy nervioso, esperaba el pitido del árbitro para jugármela toda a un lado, pero aún no decidía a cual. Hasta que sonó.

El pito retumbo en mi oído, las gotas de sudor interrumpieron su recorrido, todo se puso oscuro, excepto el “negro”, el balón y yo, parecía como si nos hubieran puesto una luz cenital. Corrió hacía el balón y disparó, estaba a punto de lanzarme hacía la derecha, me resultaba más fácil ese lado, pero lo hice muy lento. Sin embargo, el trayecto del balón no iba para el lado derecho, había disparado al medio y arriba, un puntazo, esos que quieren asegurar el gol. Debido a mi lentitud pude quedarme en el medio, levanté el brazo derecho y con el puño desvié el balón hacia arriba.
La hinchada del amarillo grito y se emocionó, yo parado en el arco aún no lo podía creer, había atajado el penal.No se fue fuera, no la pateó alto, no, yo lo desvié, reaccioné rápido y, por fin, luego de dos tiempos de futbol, un gol que me hicieron y un penal atajado, sonreí.

Ahora era el turno del amarillo. El muchacho con guantes profesionales también era el arquero de la selección del colegio. Lo llamaban “la rana”, imagino era porque saltaba mucho, característica que facilitaba su labor, pero esta vez eso no sería suficiente.

El capitán del equipo amarillo le dio al balón con el corazón. Entró directamente al arco, gritamos todos y celebramos el primer gol, bueno, lo celebró el equipo sin mí, yo no pertenecía al conjunto amarillo, era el suplente.

Volví a tomar mi posición en el arco, era hora del segundo penal. Estaba nervioso, pero emocionado, quizás la historia se iba a repetir y atajaría el balón. La hinchada estaba expectante y parecía que confiaban en mi desconfianza. El entrenador, que era el profe de matemáticas, estaba que se mordía las uñas.

Estaba dispuesto a tapar el penal, sabía que lo iba a hacer, a pesar de que esta vez le tocaba patear al capitán del equipo verde y capitán también de la selección del colegio, considerado uno de los mejores en la asociación deportiva de colegios religiosos. “El ponja”.

Tomó el balón, lo acomodó y retrocedió. Lo vi retroceder mucho, no sabía si eso era permitido, por lo general me gustaba el penal “sin vuelo”, pero esto ya era exagerado. El árbitro dio la orden. El ponja corrió hacia el balón a toda velocidad. No sé cómo, no podría explicarlo, pero pude ver que perfilaba el tiro para la derecha. Me separé de la línea unos paso hacia adelante y tiré todo mi orgullo, mi pelo ensortijado, mis sueños, desamores y ruegos hacía el lado correcto y lo atajé.

Fue increíble, la gente no se lo creía, gritaban, celebraban, lo había logrado, atajé el segundo penal.  En ese momento estaba escribiendo la mejor y única hazaña deportiva de mi vida, me estaba convirtiendo, sin quererlo, en un héroe.

La alegría fue doble cuando el amarillo anotó el segundo penal.

Todo dependía de mí, debía atajar el tercer penal, tenía que acabar con la tortura de pararme nuevamente en el arco. Esta vez, si lo lograba, no solo sería por el campeonato, sino por revancha. Frente a mí, colocando el balón, estaba Sebastián, el verde muchacho que me iba ganando en otra cancha, en el partido de la adolescencia y el primer amor. En ese momento lo veía como mi peor enemigo, a pesar de no haberme hecho nada, pero así son las pasiones, así es el fútbol.

Las piernas me temblaban y las posibilidades daban vueltas en mi cabeza, ideas caprichosas que no me dejaban en paz. Si lo atajaba acaba con la tortura, me convertiría en héroe y en campeón. Si no atajaba el penal, el verde resucitaba y con ello la posibilidad de darle vuelta al marcador.
Si lo tapaba ganaba el equipo, si lo metían y luego volteaban el marcador perdía únicamente yo, la injusticia del futbol adolescente.

Sonó el pito y  las piernas me dejaron de temblar. Estaba inmóvil, petrificado y sin saber qué hacer.

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Pocas veces me había sentido así, creo que la primera vez fue cuando mi madre descubrió, o mejor dicho, cuando mis profesores cumplieron con el sagrado deber de informarle que su adorado hijo era un fumador empedernido de 11 años y que estaba llevando a otros alumnos a disfrutar a su lado del horroroso vicio del tabaquismo. Claro, mis maestras exageraron, solo había fumado uno, además mi popularidad no me hacía una agente de opinión, menos un modelo a seguir, ni un líder, todo lo contrario, fui el primer tonto al que atraparon.

Aquel día regresé a casa feliz. Un buen almuerzo me esperaba, luego simularía hacer las tareas para poder disfrutar un poco de PlayStation y a dormir. Sin embargo, encontré esa tarde a una fiera indomable. Ojos de decepción iluminaban la sala dándole una atmósfera infernal, temible, parecía una película de horror. Mi madre, el ser más angelical que he conocido sobre la tierra estaba furiosa, me miraba y no decía palabra alguna, pero sus ojos eran como los de la Gorgona y yo un Perseo con muy mala suerte, sin escudo y sin espada. Solo atiné a mirarla y en piedra me convertí. No entraré en detalles, prometí no volver a hacerlo y hasta ahora sigo rompiendo esa promesa.

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La pelota iba a gran velocidad, no me tiré a ningún lado, esta petrificado, me quedé parado esperando el triste final. Imagino que en ese momento, después de mis dos atajadas y a punto de coronar al amarillo campeón, Sebastián llevaba en sus hombros una gran responsabilidad. Tanto él como yo debíamos llevar el triunfo a nuestros equipos, bueno, al menos yo, él tenía que darles un respiro más.

Disparó hacía el medio y arriba, no moví las piernas, el balón iba directo a mi rostro, atiné a agacharme para que no impactara contra mí y dejé el brazo extendido y con el puño rocé la pelota y caí al suelo. Desvié el balón unos centímetros e impacto contra el travesaño superior. Yo, bocabajo, tirado en el suelo y con la oreja pegada al cemento esperaba realmente oír de la misma tierra que todo lo acontecido era real.

Vi como mis compañeros de equipo saltaban y celebraban. Yo me quedé parado en el arco, nadie vino a celebrar conmigo, yo estaba de pasada. Miré a la hinchada y entendí que debía dedicar ese triunfo, levanté la mano y señalé a quien debía hacerlo, mi gran amigo y fan Alfredo, mientras que la mujer que, en ese momento amaba, y a cuya foto recurría en mis noches solitarias adolescentes, se iba a consolar a quien había perdido. Sebastián.

No me convertí en héroe,  menos en leyenda y nadie de mi clase recuerda ese acontecimiento, pero de lo que si estoy seguro es  que aprendí que el amor es como el fútbol. Un imprevisible.

lunes, 31 de diciembre de 2012

Cuando las flacas engordan







Había despertado esa mañana con una pesadez diferente, ya no era esa desidia que lo estuvo atacando los días anteriores, era un peso más real, más palpable y redondo. Encerrado en su habitación adoptó las paredes como padres y verdugos. 4 paredes que no ocultaban secretos, todo lo contrario, se convirtieron en el pueblo chico deseoso de un infierno grande.

Se le dio lo ermitaño, por vender platos rotos por Ebay y mejorar su voz aguardentosa cada día a las seis, mientras la caída de sol  subrayaba otra derrota. Adelgazaba rápidamente al igual que sus ideas y sus torpes teorías sobre la evolución del hombre. Copiaba las peores frases de las peores canciones. Su paredes blancas, con mucha timidez, se iban convirtiendo en negras y la ventana que creyó le mostraría otro universo era solo un hueco que egoístamente no le regalaba aire.

Salía y  pescaba resfriados, creía que la vida era amable. Compraba a diario el periódico en la esquina, los titulares redimían su desgracia y la frívola publicidad lo hacía sentir menos condenado. Se lo vendía doña Gloria, una mujer que sufría de estrabismo y a quien amorosamente llamaba bizcochito.  La portadora de malas noticias encerrada en un quiosco color cian, el color del cielo artificial.

Seguía él su camino y sus otoños. Su historia y su depresión. Sus luciérnagas y su oscuridad. Era él feliz a su estilo, ajustándose los pantalones con cinturones viejos que estaban a punto de perecer. No podía adelgazar más, la vida no le daba y las ganas desaparecían en cada intento. 

Se encerraba  a ver el peor cine, el cine que siempre odio, pero lo distraía, entretenía , atontaba y endulzaba con torpes diálogos el café absurdo de sus anhelos.

Un día decidió que su paseo diario de 20 minutos se convirtiera en hora televisiva, con final absurdo y de novela.

La vio perdida y sin mapa, husmeando entre la hipocresía limeña como si buscara el tesoro prometido del Dorado bajo la alfombra sintética de un "Wall Mart" en donde agonizaba el rey del carnaval. Él solo la miró y fue suficiente para que su cabeza creara a la perfección  la historia de amor jamás contada, esa que tiene piscas de prohibido, oscuridad, luz salvadora y boda de blanco. Siempre quiso creer que era necesario crecer para ser feliz.

Se acercó, la miro directamente a los ojos y le arrojó un par de palabras que había practicado cuidadosamente  durante meses en la soledad de su habitación frente a su mejor amigo, el espejo. Un par de palabras que no dejaban cabo suelto y no regresarían a la escena del crimen. Ella, sin pensarlo con cordura, aceptó a ciegas, toda inocente  y con una dulzura que hubiera podido derribarle  los dientes completos a  An-Lushang. 



El hombre delgado, ermitaño, morado y desdichado había encontrado, sin  quererlo y deseándolo, a la mujer que semanas después llamaría "mía".
Ella lo acompañó a su habitación y le dio a su encierro el aroma que caracteriza a los rosales. Le sirvió de ventana a la realidad y de ruedas a la imaginación, pero también con el paquete de virtudes apareció el exquisito pecado del sedentario, el encantador sabor del estar, aterrizar, no mover, pero amar.

Los sentimientos que gobernaban su corazón empezaron a cambiar, algunos desapreciaron y otros engordaron de forma rápida. Eran los buenos sentimientos los que engordaban bajo la vista inactiva de la luna y las noches. Asumiendo una dieta alta en películas y comida, en sexo y promesas. Los platos se escogían en el mejor menú de la "grand soir" y alimentaban los deseos de seguir amando y seguir engordando.

Fue entonces que  reparó que el amor alimenta, que el amor engorda, pero no solo los sentimientos, sino al cuerpo. Hizo de esa chica su "flaca" y se dio cuenta que tener flaca engorda, que la monotonía a la cual muchos le echan la culpa del fin del amor, es, sin lugar a duda, el dulce alimento que en algún momento te hizo ver que todo valía la pena.


miércoles, 21 de noviembre de 2012

La vida real (casi ficción) 4to Capítulo



Dale play mientras lo lees


Foto de Eric Lafforgue

En el bar no vendían más cerveza y el dj se lucía con el repertorio de huida. Sus dedos bailaban con el mouse al ritmo de un rock que me adormecía, me abrazaba y me invitaba cortésmente a salir. Su rostro desgastado por las continuas amanecidas era golpeado por las luces de neón que le daban a sus arrugas un aire misterioso y cálido. Era cierto, la noche había terminado y la luz de un foco tintineaba sobre la puerta de salida que más parecía la entrada al infierno, la puerta a la calle.

La noche se convierte en mi peor enemigo, las calles vacías me dan algo de protagonismo y las personas empiezan a notar mi presencia, me miran fijamente, soy extraño, un don nadie que cojea, feo, algunos prefieren llamarme poco agraciado y exageradamente parco. La gente transita a mi alrededor esquivándome como lo hacen con las mesas o con los charcos de vómito. Soy para ellos una enfermedad contagiosa, soy la epidemia de la que cuidan a sus hijos, soy el hombre que esperan los padres sus hijas nunca lleven a casa. Soy yo el vómito en el suelo, el insecto que se posa en tu oído y no te deja dormir, el cáncer de próstata que reduce tus años de vida. Soy la sequedad de tu boca a la mañana siguiente de una borrachera.

El bar cerraba y ya tenía que irme a dormir. Sin embargo, y fiel a mi estilo, me dirigí a la barra a pedir el del estribo. El  barman, un ser detestable y poco amigable me dice que ya no vende más alcohol, que están cerrando. Que me retire. Sonrío, en realidad levanto el lado derecho de mi boca y muestro mi descontento. ¿Quién se cree?, ¿acaso es mejor que yo?

Algunos ven al barman como la persona que decide hasta donde te emborrachas. También funge de psicólogo, terapeuta y el mejor consejero. Ese hombre escucha tus pecados y es testigo de tus arrebatos de lujuria, de furia y equivocaciones. Miro de reojo debajo de la barra y me doy con la sorpresa de que nuestro querido amigo guarda un arma oxidada que seguramente consiguió a un precio "razonable" en una transacción "seria" con algún pastelero de la calle. Probablemente ni la ha probado. Cada 10 minutos mete la mano debajo de la barra, la acaricia y su rostro se llena de seguridad al sentir el gran tamaño de ese aparato, lo roza con las yemas de los dedos lentamente y los va cerrando a medida que llega a la punta y con el índice marca el borde circular del cañón. Respira profundo, parece que se siente un ser superior al tocar ese pedazo de metal. Sin embargo, podría asegurar que ni siquiera la ha probado. Cada vez que toca el arma veo en sus ojos las ganas de usarla, levantarla, apuntar, disparar y acabar con alguna de las escorias que no pagan con sencillo. Sin embargo,  podría ser que no funcione, que no dispare, que se atasque, que el tambor no corra o que explote la pólvora en sus manos y le vuele los dedos. Que las esquirlas se claven en su rostro, en sus ojos. Que lo dejen tuerto, desfigurado, en coma, postrado en una cama de hospital desde donde nunca más podrá acabar con mi borrachera.

El pistolero acaba con la fiesta, pero mis compañeros y yo decidimos seguir.

sábado, 13 de octubre de 2012

5 minutos antes de despertar


Foto de Musin Yohan

Intro de la razón (3er Capítulo)

Me tambaleo un poco, es normal. Paso mi lengua acartonada por mis labios intentado humedecerlos, aprieto mis dientes hasta que rechinan. Observo a la  gente pasar con la  hipocresía sobre la piel. Esta ciudad se ha convertido en eso, en una ciudad de hipócritas, en el circo de las mentiras, un lugar en donde todos sonríen, pero al menor descuido apuñalan sin piedad, a matar, no hay prisioneros en esta guerra, es el más fuerte él quien triunfa o el más pendejo. 

Un triunfador es todo lo contrario a mí. Un triunfador tiene dinero, tiene un buen carro, una gran casa, la mejor ropa, un poco de estilo y tiene que ser lo "necesariamente inteligente" para acostarse con mujeres que no los son y que tienen las tetas y el culo bien puestos. En cambio, me sumerjo en la miseria de tener poco y no alcanzar nada más. Tengo un auto que da pena, un departamento que parece un muladar decorado con los restos de mi juerga. Tengo una novia que está conmigo por lástima o porque piensa que recibiré la herencia de mis padres lo cual es totalmente falso, pero es la única forma de tenerla a mi lado y seguir sintiendo ese abrazo interesado todas las noches de lunes a viernes.


Soy de aquellos a los que la publicidad afecta más, lo deseo todo y al saber que no puedo tenerlo lo deseo aún más. Me comporto como un perrito frente a los anuncios, los leo, los miro, los huelo, los asimilo, los digiero y no los expulso. Sus mensajes quedan grabados en mi mente. Me persiguen en sueños y me obligan a desearlos. Quiero sacarlos de mi cabeza, quiero dejar de una vez desear y desear, eso me hace mal, me deprime me tumba en la cama y en las noches me lleva a cualquier bar en donde puedo apagar ese incendio, un lugar en donde puedo contarle mi pena a un desconocido que quizás está en peores condiciones. Es una pena que no puedo matar la pena de ser yo.

Sin embargo, hay algo en mí que sigue latiendo, quizás unas gotas de esperanza, pero si las cosas y esta ciudad siguen así, sabré por fin que ni eso me queda.

El hombre involuciona porque Dios creó el perdón.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Intro de la Razón (2do Capítulo)

Escucha esta canción mientras lees este post



Foto de Maleonn

Este final me deja un mal sabor de boca, un dolor en la nuca insoportable. De pronto a mi lado se escuchan gritos, pero no llego a entender lo que quieren decir, es una pelea, una discusión. Se oyen botellas contra el piso, golpes secos contra el pavimento. Los gritos provienen de una mujer que pide paren de golpear a un chico. Paso a su lado, ella me mira, me pide ayuda, la miro, a pesar de estar a unos centímetros no escucho nada, todo está en mute, yo lo quiero así. La miro con mucha seguridad, sonrío y sigo mi camino. ¿Por qué he de ayudarla?, ¿ella lo haría por mí?, ¿me ganaría el paraíso si intervengo en un problema que no es mío?, creo que lo único que recibiría sería una paliza gratuita. No soy un superhéroe, ni un ciudadano modelo. No sé realmente quien soy. Levanto la mirada, cansado y metiendo las manos a mi bolsillo verifico que aún tengo un paquete que puede aliviar este mal momento.

Veo un grupo de mujeres con pantalones apretados, maquillaje exagerado y peinados a punto de colapsar. Todas ellas con una risa fingida celebrando alguna estupidez de ese hombre gordo que las acompaña, envuelto en cuero y oro a punto de abrir la puerta de una camioneta que parece un tanque.
Más allá distingo gente corriendo, son unos chicos que van de un lado a otro mostrando esas ganas de comerse al mundo, de embutírselo todo de un solo bocado. Exponen llenos de orgullo los efectos que las drogas sintéticas causan en sus comportamientos. Los hacen torpes, inútiles, parásitos de esta sociedad sumergida en su propia mierda.

Veo las calles, reconozco algunas. Una fila de casas antiguas que seguramente pertenecieron a alguna familia acaudalada que lo perdió todo por culpa de los sueños de opio de un dictador. Ahora se han convertido en bares y discotecas, en fumaderos de pasta y en espacios para comprar coca. Es difícil creer que antes esta ciudad era una ciudad de ensueño, llena de cultura y esperanza. Algunas de las construcciones están a punto de colapsar, parece que estuvieran preparadas para el fin, como si lo desearan, esperándolo con mucho anhelo, como lo hago yo. Sus ventanas abiertas son como ojos tristes que buscan en la inmensidad de la noche un milagro que acabe con su dolor. Un golpe certero en el corazón que le ponga fin a su agonía, a su condena. Quieren dejar de estar ahí, de ser parte del elenco de una pésima comedia. 

En esta ciudad el placer se camufla bajo las sombras de los árboles. Prendas mojadas de sudor, marcas blancas en la ropa interior. Las aceras empiezan a sufrir el tránsito sin sentido de los tacos. La cabeza me empieza a doler, seguramente es el resultado de la cerveza barata, de la droga pateada y de una erección que no encuentra donde reposar. Sigo mi camino, pero estoy perdido o mi destino está muy lejos, ahora me cuesta distinguir y me pregunto si podré recordar todo esto en unas horas,  por eso  intento grabarlo en mi memoria como si apretara un botón de rec y me aseguro a mí mismo que recordaré ese instante, pero sé que no será así, mañana será una tarde terrible, un despertar con resaca, con presión en el pecho, con la frente dura y con pocas ganas de levantarse.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Intro de la razón (1er Capítulo)



Foto de Andzej Dragan

La noche está por acabar. Siento como las calles empiezan a desprender ese nauseabundo olor al compás de una triste fuga. Esa mezcla de orina y mediocridad es superior a mí, me asfixia, me marea. Las arcadas empiezan. Me pongo nervioso y trato de evitarlas. Intento pensar en cosas agradables para distraerme, pero mis recuerdos son vagos, muy verdes, caníbales.

El cielo se pinta de un naranja tóxico y desagradable. Enmarca una atmósfera putrefacta, carente de belleza, de ternura y paz. El aire se pone espeso.
Siento la presión en el pecho y cierro el puño con fuerza creyendo que así la desesperación huirá, la angustia me dejará, la respiración se normalizará y la niebla que impide mi visión correará asustada por mis gritos de furia empujada por mi último aliento a perderse entre las lastimosas callejuelas que irrigan de pecado las venas abiertas de una ciudad decadente.

Las luces de los postes se dotan de movimiento al mezclarse con las nubes de humo que desprenden los autos "enchulados" de niños ricos que disfrutan alterar mis pensamientos con el ruido ensordecedor de sus tubos de escapes, sus bocinas estridentes y una música que ha degenerado con el tiempo, con las guerras, los sintetizadores, la falta de lectura y la fusión. Se ha transformado en un conjunto de sonidos que no tienen sentido, que explotan sin lógica alguna, que no cuentan una historia. Solo es ruido que se pierde en el viento.

Sueño a veces con toparme con uno de ellos en alguna esquina oscura decorada por un tímido poste de luz que en lugar de dar seguridad solo se convierte en el perfecto cómplice para un crimen. Es en esa esquina en donde tomaré a uno por el cuello y reclamaré mi justicia, acabaré con el tormento. Le daré un golpe directo y cuando reaccione verá sobre él un perro furioso con los ojos rojos, babeando de cólera, lo seguiré golpeando sin parar hasta sentir como sus dientes se van rompiendo y mis nudillos abriéndose. Deseo ver su nariz rota, que sienta de cerca la muerte, que intente respirar y no pueda. Tomaré un puñado de tierra y se lo meteré por las fosas nasales y mientras me seco el sudor disfrutaré del hermoso espectáculo de la agonía, una muerte asistida, a mi estilo, un crimen que deja de serlo pues, aunque suene loco, es solo un favor a la comunidad.

El ojo me empieza a latir, mi respiración se acelera. Tropiezo con parte del asfalto mal pavimentado y me apoyo en una pared que sirve de urinario, me miro la mano, me la llevo a la cara para oler lo que acabo de tocar, es el olor del final de la noche, las cuatro y cuarenta de la mañana. La hora en que los cuerpos sin vida buscan el camino de regreso a casa. Continuará...

MaloReputación ficción (foto:Misha Gordin)




La simulación de la realidad que realizan las obras literarias, cinematográficas o de otro tipo, cuando presentan un mundo imaginario al receptor...

En esta tercera temporada del MaloReputación solo se escribirá de ficción.
Verán pasar personajes inmundos, encantadores y algunos para recordar. 
Quizás se identifiquen con alguno y quieran trabajar conmigo un cadáver exquisito.
MaloReputación cambia como lo hacen los tiempos, veamos que tal va.
Esto es ficción al 100%, cualquier parecido con la realidad es problema de ustedes.
Espero entretenerlos.
Gracias por estos años en los cuales han seguido el blog.