miércoles, 21 de noviembre de 2012

La vida real (casi ficción) 4to Capítulo



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Foto de Eric Lafforgue

En el bar no vendían más cerveza y el dj se lucía con el repertorio de huida. Sus dedos bailaban con el mouse al ritmo de un rock que me adormecía, me abrazaba y me invitaba cortésmente a salir. Su rostro desgastado por las continuas amanecidas era golpeado por las luces de neón que le daban a sus arrugas un aire misterioso y cálido. Era cierto, la noche había terminado y la luz de un foco tintineaba sobre la puerta de salida que más parecía la entrada al infierno, la puerta a la calle.

La noche se convierte en mi peor enemigo, las calles vacías me dan algo de protagonismo y las personas empiezan a notar mi presencia, me miran fijamente, soy extraño, un don nadie que cojea, feo, algunos prefieren llamarme poco agraciado y exageradamente parco. La gente transita a mi alrededor esquivándome como lo hacen con las mesas o con los charcos de vómito. Soy para ellos una enfermedad contagiosa, soy la epidemia de la que cuidan a sus hijos, soy el hombre que esperan los padres sus hijas nunca lleven a casa. Soy yo el vómito en el suelo, el insecto que se posa en tu oído y no te deja dormir, el cáncer de próstata que reduce tus años de vida. Soy la sequedad de tu boca a la mañana siguiente de una borrachera.

El bar cerraba y ya tenía que irme a dormir. Sin embargo, y fiel a mi estilo, me dirigí a la barra a pedir el del estribo. El  barman, un ser detestable y poco amigable me dice que ya no vende más alcohol, que están cerrando. Que me retire. Sonrío, en realidad levanto el lado derecho de mi boca y muestro mi descontento. ¿Quién se cree?, ¿acaso es mejor que yo?

Algunos ven al barman como la persona que decide hasta donde te emborrachas. También funge de psicólogo, terapeuta y el mejor consejero. Ese hombre escucha tus pecados y es testigo de tus arrebatos de lujuria, de furia y equivocaciones. Miro de reojo debajo de la barra y me doy con la sorpresa de que nuestro querido amigo guarda un arma oxidada que seguramente consiguió a un precio "razonable" en una transacción "seria" con algún pastelero de la calle. Probablemente ni la ha probado. Cada 10 minutos mete la mano debajo de la barra, la acaricia y su rostro se llena de seguridad al sentir el gran tamaño de ese aparato, lo roza con las yemas de los dedos lentamente y los va cerrando a medida que llega a la punta y con el índice marca el borde circular del cañón. Respira profundo, parece que se siente un ser superior al tocar ese pedazo de metal. Sin embargo, podría asegurar que ni siquiera la ha probado. Cada vez que toca el arma veo en sus ojos las ganas de usarla, levantarla, apuntar, disparar y acabar con alguna de las escorias que no pagan con sencillo. Sin embargo,  podría ser que no funcione, que no dispare, que se atasque, que el tambor no corra o que explote la pólvora en sus manos y le vuele los dedos. Que las esquirlas se claven en su rostro, en sus ojos. Que lo dejen tuerto, desfigurado, en coma, postrado en una cama de hospital desde donde nunca más podrá acabar con mi borrachera.

El pistolero acaba con la fiesta, pero mis compañeros y yo decidimos seguir.

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