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Foto de Eric Lafforgue
En el bar no vendían más cerveza y el dj se lucía con el
repertorio de huida. Sus dedos bailaban con el mouse al ritmo de un rock que me
adormecía, me abrazaba y me invitaba cortésmente a salir. Su rostro desgastado
por las continuas amanecidas era golpeado por las luces de neón que le daban a
sus arrugas un aire misterioso y cálido. Era cierto, la noche había terminado y
la luz de un foco tintineaba sobre la puerta de salida que más parecía la
entrada al infierno, la puerta a la calle.
La noche se convierte en mi peor enemigo, las calles vacías me dan
algo de protagonismo y las personas empiezan a notar mi presencia, me miran
fijamente, soy extraño, un don nadie que cojea, feo, algunos prefieren llamarme
poco agraciado y exageradamente parco. La gente transita a mi alrededor
esquivándome como lo hacen con las mesas o con los charcos de vómito. Soy para
ellos una enfermedad contagiosa, soy la epidemia de la que cuidan a sus hijos, soy
el hombre que esperan los padres sus hijas nunca lleven a casa. Soy yo el
vómito en el suelo, el insecto que se posa en tu oído y no te deja dormir, el
cáncer de próstata que reduce tus años de vida. Soy la sequedad de tu boca a la
mañana siguiente de una borrachera.
El bar cerraba y ya tenía que irme a dormir. Sin embargo, y fiel a
mi estilo, me dirigí a la barra a pedir el del estribo. El barman, un ser detestable y poco amigable me
dice que ya no vende más alcohol, que están cerrando. Que me retire. Sonrío, en
realidad levanto el lado derecho de mi boca y muestro mi descontento. ¿Quién se
cree?, ¿acaso es mejor que yo?
Algunos ven al barman como la persona que decide hasta donde te
emborrachas. También funge de psicólogo, terapeuta y el mejor consejero. Ese
hombre escucha tus pecados y es testigo de tus arrebatos de lujuria, de furia y
equivocaciones. Miro de reojo debajo de la barra y me doy con la sorpresa de
que nuestro querido amigo guarda un arma oxidada que seguramente consiguió a un
precio "razonable" en una transacción "seria" con algún
pastelero de la calle. Probablemente ni la ha probado. Cada 10 minutos mete la
mano debajo de la barra, la acaricia y su rostro se llena de seguridad al
sentir el gran tamaño de ese aparato, lo roza con las yemas de los dedos lentamente
y los va cerrando a medida que llega a la punta y con el índice marca el borde
circular del cañón. Respira profundo, parece que se siente un ser superior al
tocar ese pedazo de metal. Sin embargo, podría asegurar que ni siquiera la ha
probado. Cada vez que toca el arma veo en sus ojos las ganas de usarla,
levantarla, apuntar, disparar y acabar con alguna de las escorias que no pagan
con sencillo. Sin embargo, podría ser
que no funcione, que no dispare, que se atasque, que el tambor no corra o que
explote la pólvora en sus manos y le vuele los dedos. Que las esquirlas se
claven en su rostro, en sus ojos. Que lo dejen tuerto, desfigurado, en coma,
postrado en una cama de hospital desde donde nunca más podrá acabar con mi
borrachera.
El pistolero acaba con la fiesta, pero mis compañeros y yo
decidimos seguir.
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