Los acontecimientos desagradables pasan lentamente, el tiempo de agonía es el más
largo, las horas de clase son interminables y las malas películas duran horas.
Por otro lado, los momentos más agradables son los más cortos.
La fama dura 15 minutos, la felicidad es instantánea y las vacaciones siempre
son fugaces.
El sudor que me había mojado la espalda durante más de
40 minutos desapareció. Un respiro de alivio fue la señal que tanto esperaba
aquella tarde de primavera en la que un sol tímido decoraba el cielo. Estaba
tirado en el suelo bocabajo y con la oreja pegada al cemento como esperando oír
de la misma tierra que todo lo acontecido era real, que a las dos de la tarde
de un miércoles sin importancia, un adolescente poco popular y de pocas palabras, era protagonista de una
historia que se recordaría menos de 24 horas.
En el colegio las olimpiadas se celebraban con mucho entusiasmo,
mucho deporte y parafernalia digna de un High School. Los profesores eran los
encargados de organizar tan esperado evento, además de entrenar, convocar y alentar a los equipos de
su color en las distintas disciplinas. Lo hacían con bastante pasión, aunque
algunas veces se notaba en sus rostros la impotencia de no poder carajear a unos
cuantos que se inscribían a la competencia solo para cumplir con la norma,
perder y luego, durante una semana (lo que duraba las olimpiadas), tirarse al
abandono y al exquisito placer de no hacer nada. Echados en algún jardín del
colegio disfrutaban el no participar, tomaban sol y esperaban tranquilamente
que las olimpiadas llegaran a su fin. Muchos de ellos lo hacían porque no
habían nacido para ser deportistas, no les interesaba competir y odiaban el
modelito gringo de las barras y lo héroes deportivos. Otros, en un momento de
valentía, intentaron ser protagonistas y acabaron haciendo el ridículo, razón
por la cual nunca más volvieron a intentar ganar, solo participar y perder lo
más rápido posible.
El colegio practicaba una política que le ofrecía al
alumno bastante libertad, libertad controlada. Sin embargo, en épocas de
olimpiadas era obligatorio que te inscribieras en, mínimo, dos deportes.
Para mí era
simple, me inscribía en ajedrez y en cada partido repetía la jugada del pastor
hasta que no funcionara más. Después de perder solo me quedaba disfrutar de los
días libres. Me tiraba en el suelo del pabellón de 4to, usaba mi mochila como
almohada y escuchaba el nuevo disco de Blur y de la Liga del Sueño. Qué feliz
era, pero, como lo dije antes, esos momentos son fugaces.
La primavera
no solo trae alegrías y nuevos aires, también trae justicia poética y mala
suerte, al equipo de fulbito de la categoría 84 les faltaba un arquero y como
sabrán, en la época de colegio, a quien no sabe jugar, lo ponen a tapar.
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En el barrio
en el que vivía jugábamos todos los sábados en la mañana la respectiva
pichanguita y yo, para evitar el exceso
de ejercicio, me ofrecía voluntariamente como arquero, guardavallas, goalkepeer
o como prefieran llamarlo.
Ser arquero es
una labor bastante difícil. Quitarle a una hinchada el hermoso grito de gol,
acabar con los sueños de un delantero aguerrido y hacer perder a uno que otro
apostador no te lleva a ganar el balón de oro. El ser arquero es ser uno y
solo. El número de la camiseta lo confirma.
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Ya había sido
vencido en el ajedrez, no llegue ni a cuartos, pero en mi extraño mundo ya
había ganado el pase a la libertad, al limbo del relajo y la posibilidad de
levitar en un espacio en donde la educación pesa más que las piedras. Sentado a
punto de ponerme los audífonos escucho por los parlantes mi nombre y piden me
reporte a la cancha de fulbito en donde me esperaba ansioso el equipo amarillo.
Era imposible escapar, era la final y el arquero titular se había inscrito en
la maratón y estaba corriendo. Solo quedaba el suplente, yo.
Decidido y
condenado fui a la cancha. Las piernas me pesaban, la cabeza también. Sentía
bastante presión en la nuca. Miraba hacía el suelo y a paso lento esperaba que
no me esperaran, que ante mi tardanza obligaran a algún incauto a recibir los
pelotazos, pero lo hicieron, esperaron y sin ninguna previa indicación al arco
me mandaron.
El árbitro dio
el pitazo inicial y yo nervioso esperaba la humillación, mientras veía al
arquero del equipo contrario, el color verde, como se ajustaba los guantes. Es
obvio que, siendo yo un arquero improvisado, ni guantes tenía.
Pasaron unos
minutos y sorpresivamente empezó a acercarse al área chica un audaz delantero, un
flacucho ágil y quimboso, de esos que tienen más pelo que cuerpo. Con un par de
pasos de baile burló a la defensa y se dirigió velozmente hacía mí. Salí a
encararlo como lo había visto en algunos partidos por televisión, pero bastaron
solo unos cuantos segundos para que aquel delgado muchacho aumentara la velocidad y con una amague que me comí enterito
tiré a mi derecha toda mi fuerza, mi orgullo y el sueño de decenas de
adolescentes vestidos de amarillo que rodeaban la cancha. Unos segundos después
levanté el rostro y vi como un grupo de camisetas verdes saltaban y gritaban de
alegría. Yo en el piso asumía la derrota.
No hay nada
más triste que ver tirado a un arquero después de que le hacen un gol. Las
extremidades te pesan, no quieres levantarte, el mundo está encima de ti
bailando algún tipo de break dance y de reojo ves como otro va hacía la red a
recoger el balón.
La pelota
nuevamente en medio de la cancha. No recibí ni una palabra alentadora, ni una
crítica mordaz, ni la penosa palmadita en la nuca. Entendí que tanto la defensa
como yo éramos culpables, ellos por no poder evitar el ataque y yo por no
atajar el balón. Un par de minutos después el primer tiempo terminaba.
Inmediatamente
cambiamos de cancha y se dio inicio al segundo tiempo. El equipo amarillo, mi
equipo, empezaba a pasear el balón de izquierda a derecha buscando el espacio
libre para atacar o enviar un pase a los delanteros para que anotaran el
empate. Alrededor, las dos hinchadas alentaban a sus equipos y las chicas, cual
porristas gringas, a sus preferidos.
Los profesores
encargados dirigían a los muchachos con una estrategia basada en el grito y las
órdenes simples: pásala, patea, corre, uff!, alentaban, es verdad, pero no
resolvía el asunto.
El balón en
nuestro poder paseaba de un lugar a otro, (más que dominio de la situación, era
una enorme duda), yo pensaba en la chica que me gustaba. Una hermosa señorita
de ojos celestes que quizás estaba entre el público observando el partido y
observándome a mí, un arquero improvisado que condenaba a su equipo a una
segura derrota. Mapeé los alrededores hasta que la encontré. Estaba parada a un
lado de la cancha junto a un gran amigo
y único fan. De repente veo que mi amigo me señala, su dedo se convirtió en una
flecha que iba directa a mi rostro, ella dirigió su mirada hacía mí y con la mano me regaló un hola. Estaba
vestida de amarillo con un polo pegado que dejaba ver la forma perfecta de sus
senos y una sonrisa inocente que meses
después no lo sería más.
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Un pase milagroso
pasó por encima de la defensa, directo al delantero que corría desde media
cancha por el lado izquierdo a una velocidad increíble, como si escapara de la
muerte o algo mucho peor, como si escapara de un examen final. Se acomodó el
balón que parecía llegado del cielo con el hombro, lo bajó a sus pies y con la
derecha soltó un centro al corazón del área en donde un muchacho de amarillo
esperaba con la cabeza conectar el empate. Lo hizo.
Grité el gol
tanto como ellos, aplaudí y me fui corriendo a abrazarlos. Habíamos empatado, lo mejor de todo era que aún no estábamos
derrotados. Teníamos una oportunidad más. Sin embargo, luego de tanta alegría,
me pregunté mientras regresaba al arco caminando: ¿seré capaz de mantener el
empate?
El balón
nuevamente en medio de la cancha y el equipo contrario intranquilo. El sol enfurecido,
alumbrando furiosamente un día más, iluminaba ese campo de batalla y por mi cuerpo
recorría ese vientecillo fresco de las tardes primaverales limeñas.
Esto se había
convertido en una verdadera final y yo era protagonista de ese acontecimiento.
Tengo que confesar que después del gol con el que empatamos me sentí más
confiado, más seguro y me propuse no dejar pasar otro balón.
El pito sonó y
el juego continuó. No solo se jugaba un partido dentro de la cancha, sino
también fuera de ella. Las barras se intensificaban, parecía un concurso de quien
gritaba más. Recuerdo los inconscientes y risibles cantos como: “ojo, pestaña y
ceja, amarrillo no se deja”, “araña, araña, araña, el verde no se baña” que eran,
sin lugar a dudas, un grito de guerra.
Los profesores
no se quedaban atrás y continuaban con las indicaciones, los gritos y los ojos
saltones y así la chancha se llenaba no solo de incertidumbre, pues el partido
estaba parejo, sino de presión, mucha presión que un adolescente de 15 años,
poco social y tímido podía soportar.
Parecía que el
partido no iba a acabar, los minutos
pasaban lentamente y las manos me sudaban, estoy seguro de que el otro
arquero las tenía igual, pero sus inmensos guantes resolvían el problema. En
cambio yo, cada 3 minutos, me secaba las manos contra el pantalón de buzo que
llevaba puesto y con las piernas semi flexionadas ponía actitud de
concentración, preparado para cualquier cosa, hasta que esa cosa llegó.
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No recuerdo
exactamente como entre tantas opciones decidí inscribirme en futbol, quizás fue
porque relacionaba el deporte con actitud, fama y dinero o tal vez pensé que
haciéndolo iba a impresionar a las chicas.
El básquet y
el balonmano estaban descartados. El primero porque ya lo había practicado y en
tres ocasiones me había doblado el dedo tratando de recibir los pases. En el balonmano
se corría el mismo riesgo, pero nunca pasó. Lo que sí pasó, fue que, para
variar, me colocaron de arquero por orden del profesor. El muy entrenado y
preparado pedagogo pidió a los alumnos que hicieran una fila y por orden
rematarán al arco.
Para los que
no conocen mucho el deporte, en el balón mano tienes la oportunidad de dar tres
saltos largos y rematar, así que, a pesar que todos estaban colocados en la
media cancha, con esos tres saltos llegaban a estar a unos centímetros del área
chica y de ahí recién disparaban aquel balón (puto Oliver, ese balón nunca fue
mi amigo).
La pelota de
balonmano pesa 450 gr. El poco coordinado profesor, ( no descarto que hubiera
un poco de malicia), explicó que con cada pito salía un tiro. Parece que el muy
proactivo estaba encantado con aquel instrumento de viento, así que lo tocaba
sin dejar si quiera que yo, como arquero, reaccionara después de cada remate.
Esos no eran tiros al arco, era un paredón justificado. Luego de uno de esos
tiros y en ese microsegundo que el profesor me daba para reaccionar, uno de los
chicos disparó con toda la fuerza que un adolescente puede hacerlo y el balón
fue directamente a mi rostro. Esta vez el pitido lo sentí en mi cabeza y
después de unos segundos la sangre bajar por mi nariz.
Respecto a
otros deportes… bueno, atletismo, ni hablar, es mucho correr. Jabalina,
necesitaba más fuerza en los brazos que la que me proporcionaban los juegos de
video y las continuas pajas. Voley, para mujeres. Bala, para los fuertes.
Gimnasia, para todos menos yo. Fue así que elegí el futbol. Estaba seguro de que
en el colegio sobraba talento para ese deporte y arqueros también. Me
equivoqué.
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Un muchacho
del equipo verde con el balón pegado a sus pies burlaba a los delanteros y
mediocampistas del amarillo, era un espectáculo verlo. Llevaba puestas las
Adidas Questra, medias hasta las rodillas y hambre de triunfo en los ojos.
Se acercaba
rápidamente hacia mi portería. Me armé de valor y empecé a dar indicaciones a
la defensa, que no eran muy distintas a las que daba el entrenador del equipo.
Grité para que lo cerraran, esperanzado en que mis compañeros de la defensa
tuvieran grabado en la cabeza la frase del central argentino Miguel Ángel
Cornejo: "Puede pasar el
hombre o el balón, pero nunca los dos juntos", pero reaccionaron
tarde y permitieron que pateara. Le puso toda la fuerza que pudo a ese tiro y
yo reaccioné a tiempo. Vi como el balón se iba acomodando al lado izquierdo. Con
pasos muy seguros y largos aposté todo para ese lado, salté estirando el brazo,
la mano y los dedos esperando que éstos se alarguen y detengan el trayecto de
la pelota. En ese instante, mientras me las daba de superman, todo entro en
pausa. El aire dejo de correr, un silencio invadió, no solo la cancha, sino el
mundo entero, éramos yo y ese puto balón que no debía ingresar al arco.
Ante todo
pronóstico la pelota rebotó en mi mano y cual costal de papas caí sobre el piso
sin oportunidad de rebotar. Trágicamente, el rebote lo iba a provechar un
lateral del equipo verde quien remató directo al arco. Vi como el balón buscaba
la red, al mismo tiempo, veía mi derrota, el acabose, el final de lo que pudo
ser una gran historia.
Dicen que los
milagros existen, yo no lo sé con seguridad, pero al parecer, esa tarde era mi
tarde. Entre el balón y el arco apareció la pierna milagrosa de Mauricio, un
defensa de cabellera rubia y blanco como la leche. Desvió el balón fuera de la
cancha y en su pierna una marca rojo intenso anunciaba el final del partido,
segundos después el árbitro tocó el pito, el segundo tiempo había terminado.
La hora de
escuela estaba acabando y no alcanzaba el tiempo para suplementarios. Habían
abierto las puertas para la salida del alumnado, pero nadie se movía, ni
siquiera los del rojo y el azul quienes también estaban enganchados con el
cotejo.
El verde
estaba dispuesto a coronarse una vez más campeón de las olimpiadas y el
amarillo soñaba con su primer campeonato. Nos fuimos a penales.
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Uno de los
temores recurrentes de un arquero improvisado es el fatídico pelotazo. Una
pelota pesada que va a toda velocidad intenta ingresar al arco, uno que solo
tiene piel como armadura, debe evitar a como dé lugar que ese balón ingrese, no
importa con qué, solo importa que lo haga. El arquero debe contar con buenos
reflejos, ser una persona siempre en alerta y cumplir con el objetivo
principal, evitar el gol. También estas aptitudes evitan el conocido pelotazo
en la cara, el odiado pelotazo en la boca del estómago y el peor de todos, el
pelotazo en los huevos. El dolor que te produce este último es insoportable,
sientes una explosión que te recorre desde los testículos hasta la vejiga. Te encorvas,
flexionas las rodillas, te agachas y con
una mano te apoyas en el suelo a esperar que la agonía pase y a rogar no morir
sin descendencia. Después de unos minutos que parecen eternos, el dolor
disminuye, sientes alivio, vuelves a respirar, te levantas, das unos pasos y te
das cuenta de que el dolor no desapareció del todo, sin embargo, cual guerrero
inca, sigues en el juego y no abandonas al equipo, imagino que de esa dolorosa
experiencia nace la frase, “hay que ponerle huevos.”
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Nadie del equipo
se acercó a darme aliento. Nadie tuvo un detalle, ni un ¿qué necesitas?, pero
Alfredo y esa hermosa niña si lo hicieron, fueron a darme ánimos que parecieron
más un pésame, pero bueno, todo valía la pena, tenía a mi amigo y a la chica
que me gustaba a mi lado.
El primero en
patear sería el color verde.
Conocía a los
que patearían los penales, uno de ellos no solo era mi adversario en esta
final, también lo era en mi vida amorosa. Aquel delgado muchacho de cabellos
bien cuidados, estaba rondando a la misma chica que yo, pero en ese partido él
me estaba ganando, y no por penales, sino por goleada.
Se paró frente
a la pelota, “el negro”. Estaba
dispuesto a atravesarme con el balón ya les había aguado la fiesta y estaban
hartos. Yo, muy nervioso, esperaba el pitido del árbitro para jugármela toda a
un lado, pero aún no decidía a cual. Hasta que sonó.
El pito
retumbo en mi oído, las gotas de sudor interrumpieron su recorrido, todo se
puso oscuro, excepto el “negro”, el balón y yo, parecía como si nos hubieran
puesto una luz cenital. Corrió hacía el balón y disparó, estaba a punto de
lanzarme hacía la derecha, me resultaba más fácil ese lado, pero lo hice muy
lento. Sin embargo, el trayecto del balón no iba para el lado derecho, había disparado
al medio y arriba, un puntazo, esos que quieren asegurar el gol. Debido a mi
lentitud pude quedarme en el medio, levanté el brazo derecho y con el puño
desvié el balón hacia arriba.
La hinchada
del amarillo grito y se emocionó, yo parado en el arco aún no lo podía creer,
había atajado el penal.No se fue fuera, no la pateó alto, no, yo lo desvié, reaccioné
rápido y, por fin, luego de dos tiempos de futbol, un gol que me hicieron y un
penal atajado, sonreí.
Ahora era el turno
del amarillo. El muchacho con guantes profesionales también era el arquero de
la selección del colegio. Lo llamaban “la rana”, imagino era porque saltaba
mucho, característica que facilitaba su labor, pero esta vez eso no sería
suficiente.
El capitán del
equipo amarillo le dio al balón con el corazón. Entró directamente al arco,
gritamos todos y celebramos el primer gol, bueno, lo celebró el equipo sin mí,
yo no pertenecía al conjunto amarillo, era el suplente.
Volví a tomar
mi posición en el arco, era hora del segundo penal. Estaba nervioso, pero
emocionado, quizás la historia se iba a repetir y atajaría el balón. La
hinchada estaba expectante y parecía que confiaban en mi desconfianza. El
entrenador, que era el profe de matemáticas, estaba que se mordía las uñas.
Estaba dispuesto
a tapar el penal, sabía que lo iba a hacer, a pesar de que esta vez le tocaba
patear al capitán del equipo verde y capitán también de la selección del
colegio, considerado uno de los mejores en la asociación deportiva de colegios
religiosos. “El ponja”.
Tomó el balón,
lo acomodó y retrocedió. Lo vi retroceder mucho, no sabía si eso era permitido,
por lo general me gustaba el penal “sin vuelo”, pero esto ya era exagerado. El árbitro
dio la orden. El ponja corrió hacia el balón a toda velocidad. No sé cómo, no
podría explicarlo, pero pude ver que perfilaba el tiro para la derecha. Me
separé de la línea unos paso hacia adelante y tiré todo mi orgullo, mi pelo
ensortijado, mis sueños, desamores y ruegos hacía el lado correcto y lo atajé.
Fue increíble,
la gente no se lo creía, gritaban, celebraban, lo había logrado, atajé el
segundo penal. En ese momento estaba
escribiendo la mejor y única hazaña deportiva de mi vida, me estaba
convirtiendo, sin quererlo, en un héroe.
La alegría fue
doble cuando el amarillo anotó el segundo penal.
Todo dependía
de mí, debía atajar el tercer penal, tenía que acabar con la tortura de pararme
nuevamente en el arco. Esta vez, si lo lograba, no solo sería por el
campeonato, sino por revancha. Frente a mí, colocando el balón, estaba Sebastián,
el verde muchacho que me iba ganando en otra cancha, en el partido de la
adolescencia y el primer amor. En ese momento lo veía como mi peor enemigo, a
pesar de no haberme hecho nada, pero así son las pasiones, así es el fútbol.
Las piernas me
temblaban y las posibilidades daban vueltas en mi cabeza, ideas caprichosas que
no me dejaban en paz. Si lo atajaba acaba con la tortura, me convertiría en
héroe y en campeón. Si no atajaba el penal, el verde resucitaba y con ello la
posibilidad de darle vuelta al marcador.
Si lo tapaba
ganaba el equipo, si lo metían y luego volteaban el marcador perdía únicamente
yo, la injusticia del futbol adolescente.
Sonó el pito
y las piernas me dejaron de temblar.
Estaba inmóvil, petrificado y sin saber qué hacer.
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Pocas veces me
había sentido así, creo que la primera vez fue cuando mi madre descubrió, o
mejor dicho, cuando mis profesores cumplieron con el sagrado deber de informarle
que su adorado hijo era un fumador empedernido de 11 años y que estaba llevando
a otros alumnos a disfrutar a su lado del horroroso vicio del tabaquismo. Claro,
mis maestras exageraron, solo había fumado uno, además mi popularidad no me
hacía una agente de opinión, menos un modelo a seguir, ni un líder, todo lo
contrario, fui el primer tonto al que atraparon.
Aquel día
regresé a casa feliz. Un buen almuerzo me esperaba, luego simularía hacer las
tareas para poder disfrutar un poco de PlayStation y a dormir. Sin embargo,
encontré esa tarde a una fiera indomable. Ojos de decepción iluminaban la sala
dándole una atmósfera infernal, temible, parecía una película de horror. Mi
madre, el ser más angelical que he conocido sobre la tierra estaba furiosa, me
miraba y no decía palabra alguna, pero sus ojos eran como los de la Gorgona y
yo un Perseo con muy mala suerte, sin escudo y sin espada. Solo atiné a mirarla
y en piedra me convertí. No entraré en detalles, prometí no volver a hacerlo y
hasta ahora sigo rompiendo esa promesa.
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La pelota iba
a gran velocidad, no me tiré a ningún lado, esta petrificado, me quedé parado
esperando el triste final. Imagino que en ese momento, después de mis dos
atajadas y a punto de coronar al amarillo campeón, Sebastián llevaba en sus
hombros una gran responsabilidad. Tanto él como yo debíamos llevar el triunfo a
nuestros equipos, bueno, al menos yo, él tenía que darles un respiro más.
Disparó hacía
el medio y arriba, no moví las piernas, el balón iba directo a mi rostro, atiné
a agacharme para que no impactara contra mí y dejé el brazo extendido y con el
puño rocé la pelota y caí al suelo. Desvié el balón unos centímetros e impacto
contra el travesaño superior. Yo, bocabajo, tirado en el suelo y con la oreja
pegada al cemento esperaba realmente oír de la misma tierra que todo lo
acontecido era real.
Vi como mis
compañeros de equipo saltaban y celebraban. Yo me quedé parado en el arco,
nadie vino a celebrar conmigo, yo estaba de pasada. Miré a la hinchada y
entendí que debía dedicar ese triunfo, levanté la mano y señalé a quien debía
hacerlo, mi gran amigo y fan Alfredo, mientras que la mujer que, en ese momento
amaba, y a cuya foto recurría en mis noches solitarias adolescentes, se iba a
consolar a quien había perdido. Sebastián.
No me convertí
en héroe, menos en leyenda y nadie de mi
clase recuerda ese acontecimiento, pero de lo que si estoy seguro es que aprendí que el amor es como el fútbol. Un
imprevisible.